4/18/2012

Para ser grande, sé entero.



La carretera no es tan solitaria como todos se la imaginan: tengo en mente la imagen de aquel verano, en ese coche viejo que por no tener podría no haber tenido ni llantas. Hacía calor, pero ya ni eso importaba, el viento entraba por la ventanilla queriendo empujarla, intentando convertirla en forma de algodón para transportarla hasta él y tenderle una emboscada. Aún cerrando los ojos veía como las lagunas del bochorno en la lejanía del asfalto aparecían y volvían a esconderse, no había árboles, ni grillos; sólo alguna gasolinera  cochambrosa de carretera y un puñado de fronteras.
Había elegido la peluca azul magenta, chillón, porque era como se imaginaba el fondo del mar, siempre había estado segura de que ahí debajo volaban muchos más pájaros que los que somos capaces de guardar en jaulas y alimentar a base de retales.
Ya no había razones para regalarle más lágrimas al mar; ni a la carretera. El viaje había comenzado, como comienza todo una vez que lo anterior se ha terminado. Sólo podía escucharse el ronrroneo de un motor gentil, dispuesto a acompañarla a donde se propusiera, quizá a ser una nueva estrella.





Había llegado a desear la amnesia, o quemar mis recuerdos unos después de otros, o bien reunirlos como un montón de madera muerta, atarlos con un hilo transparente, o mejor, envolverlos con una tela de araña, y librarme de ellos en la plaza del mercado. Venderlos por un poco de olvido, por un poco de paz y silencio. Si nadie los quisiese, abandonarlos como equipajes perdidos. Me imaginaba ponderando su riqueza, su curiosidad, su rareza, y también su extrañeza. De hecho me veía mal en ese mercado de las memorias que se dan, se intercambian y se van en polvo o en humo. Sería demasiado cómodo.
Salir, adelantar la cabeza invertida, mirar el cielo, sorprender al final de la jornada la salida de un astro, el camino de alguna estrella y no pensar más. Elegir una hora discreta, una vía secreta, una luz suave, un paisaje donde seres amantes, sin pasado, sin historia, estaría sentados como en esas miniaturas persas donde todo parece maravilloso, fuera del tiempo. ¡Ah!, si pudiese franquear este seto lleno de picas, este seto, verdadera muralla móvil que precede y me bloquea el camino, si pudiese atravesarlo a costa de algunas heridas e ir a tomar sitio en esta miniatura del siglo XI; manos de ángel me depositarían sobre esa alfombra preciosa, en silencio, sin molestar al viejo narrador, un sabio que practica el amor con gran delicadeza. Le veo ahí a punto de acariciar las caderas de una joven, feliz de darse a él, sin temor, sin violencia, con amistad y pudor...
Tantos libros se han escrito acerca de los cuerpos, los placeres, los perfumes, la ternura, la dulzura del amor entre hombre y mujer en el Islam..., libros antiguos y que nadie lee ya hoy día. ¿Dónde ha desaparecido el espíritu de esta poesía? Salir y olvidar. Ir hacia lugares retirados del tiempo. Y esperar. Antes, no esperaba nada, o más bien, mi vida estaba regulada por la estrategia del padre. Acumulaba las cosas sin tener que esperar. Hoy, voy a tener el placer de esperar. Qué importa qué o a quién. Sabré que la espera puede ser una ceremonia, un encantamiento, y que de la lejanía haré surgir un rostro o una mano; los acariciaré, sentada ante el horizonte que cambia de línea y de colores, los veré marchar, me habrám dado así el deseo de morir lentamente ante este cielo que se aleja...
(El niño de arena - Tahar Ben Jelloun) 

4/12/2012

Co-Laburando.




Había algo de camaleónico entre los tacones de Jen y su camisa de andar por casa, una camisa blanca, ancha y suelta que le gustaba ponerse cuando aterrizaba de vuelta a su pequeña ciudad. No era por desperdiciar lo grande, ya que los labios color carmín y sus cabellos rubios recogidos en un moño le parecían una mezcla del todo acertada para las comidas de sushi informal y los platos más sofisticados de la élite de la capital. Tenía, por obligación, un par de almuerzos semanales con socios de todas partes del mundo y así, aprovechaba para degustar los platos más en boca y los cócteles más refinados. Cuando llegaba el fin de semana le gustaba mantenerse dos centímetros por encima del suelo y cambiaba el cuchillo y el tenedor por unas suaves hmaburguesas o pizzas para comer en el momento, incluso sentándose con las piernas cruzadas en medio de la plaza de San Ildefonso; sí que podía embucharse en sus queridos vaqueros raídos entonces.
Pero anhelaba el olor de la cocina de casa, de los baldosines azules que acompañaban los guisos de su abuela, de las mañanas en la huerta y las tardes ordeñando el ganado; recordando un resolillo que su familia se había empeñado en que no era para ella. Iba de pasada, como siempre. Desde que se marchó a Inglaterra, sus paseos por las calles de piedra habían sido puntuales y efímeros, pero su reencuentro con la cuchara, aunque se hacía esperar, llenaba de olor su corazón hasta la próxima escapada.
-¿Ya te vas? - le preguntó su madre nada más ella apoyar la maleta en el recibidor de la casa de campo, erguida sobre largas vigas de madera antigua.
-Me están esperando, seguro - le contestó Jen dándole un beso en la mejilla. Salió disparada bajando las escaleras, ya con su atuendo de guerra preparado. Recorrió las pequeñas callejuelas del pueblo de piedra, desierto a esas horas, para llegar al río. Abrió la pequeña puerta roja, recorrió los geranios y se encontró con un par de mariquitas por el camino. El hedor de la carne en la lumbre se podía intuir desde la entrada, acompañado por el pan que el abuelo acababa de hornear en la piedra. Allí, efectivamente, esperaba su guiso; ese que ella había pedido cada cumpleaños y que por mucho que intentase nunca lograba que saliese tal cual aquella señora de mirada entrañable y pelo cano bordaba. Un tenedor de plata sobre una servilleta de lino perfectamente doblada y unos minutos de gloria para reponer fuerza y recordar qué es estar en casa.




House: Era perfecto, hermoso.
Wilson: La belleza, a menudo, nos seduce en el camino a la verdad.
House: Y trivialmente nos parte en dos.
Wilson: Muy cierto.
House: ¿Eso no te molesta?
Wilson: ¿Que te equivocaras? Trato de superar el dolor.
House: No estaba equivocado, todo lo que dije era cierto, encaja, era elegante.
Wilson: Y, ¿la realidad se equivocó?
House: La realidad casi siempre es un error.

(House)